Arturo, Rey de los Britanos, bajo la cansada sombre de un árbol, declaró sentenciosamente:
“Un mal beso le es tan inútil al amor como un leño mojado le es al fuego.”
Lord Edgard Murray of Melbury así lo clarifica:
“Tal sentencia podría bien encontrar su propio origen en la peculiar habilidad poseída por una tal Dorothea of Castlecorr, quien era una supuesta amiga “especial” de Arturo, en besar de la forma más horrenda. Este preciso incidente pudo haber inspirado a nuestro imberbe héroe a de hecho adoptar una conducta por demás atrevida con las féminas, dada su preciosa sensibilidad labiolingual y el sumo respeto con el que consideraba al amoroso acto del besar: él insistía – y por ende besaba – a la circunstancial fémina con la cual había establecido un contacto por lo menos de cercana y firme amistad (de más está aclarar que la estrecha relación labiolingual tenía lugar solo si ella le resultaba agradable a sus sentidos) con la intención de poder descartar inmediatamente a toda aquella que no poseyera el secreto del amor en forma de labios. Ginebra fue la elegida”.
“Si un simple grano de arena contiene al universo entero, un beso real contiene al pasado, presente y futuro del amor; su más perfecta prueba, su más completo símbolo.”