Estoy seguro de que algún día – el cual pueda ocurrir en el pasado, presente o futuro – te has sentido o te sientes o te sentirás de la misma manera en que me siento ahora mismo.
A pesar de que las sensaciones estén allí simplemente para ser observadas con indiferencia, desapego, y de ser necesario, con desdén, he aprendido a no confiar en mi pobre juicio ni a permitirle a la corriente de pasiones arrastrarme lejos, o a aquellos oscuros pensamientos que continuamente solían guiarme con una fingida dulzura hacia y dentro del laberinto cuyo centro era (es) ausente… inexistente.
Ariadna se ha esfumado.
No confiar en uno mismo, que no es uno… y acaso no sea.
Como el tallado anillo del Rey cuya inscripción nos recuerda que esto, también habrá de pasar.
Si yo puedo experimentar esta sensación enajenada, saborearla, es probable que al menos alguien más ahí fuera pueda decir que ha tenido esa misma degustación en su vida.
Percibir el cansino y tedioso pasar de la vida, ese inútil ballet mecánico que es realizado inconscientemente en frente de mis propias narices… en ocasiones frente a la oreja izquierda, otras es la derecha; incluso percibir, a veces, que eso que llamamos vida está sucediendo a mis espaldas, y no debido a una falta de interés de mi parte: ocurre que no se me permite (y esto probablemente podría también ser aplicado a ti, querido lector) elegir cómo enfrento al mundo, cómo enfrento a los otros que al mismo tiempo, no tan en lo profundo, son mucho más que otros; mas a la sazón se transforman inevitablemente en lo otro.
Ese ritmo incombustible, inevitable e imparable que es el latir de la vida, al cual llamamos tiempo: denso transcurrir de horas condimentadas por una coreografía incesante de rostros, sonrisas, gestos y colores.
Y uno, que (aún) no es uno a pesar de poseer un único recipiente (cuerpo, plástico), quien está ávido de experiencia, deseando asirse a la vida con pasión, con fuerza… pervive a través del espejo.
Sin embargo esta tenaz, rígida, severa y en ocasiones fría, en otras tibia mas siempre estoica sensación translúcida me separa de aquello que puedo ver u oír; la certeza de tener una severa barrera enfrente de mí que aísla este inmaculado cuerpo, el cual me permite soportar esta experiencia que llamamos vida; cuerpo que me permite transformarme en un modelo para esos bárbaros otros que carecen del sentido estético de la moda o del buen gusto, y la severa barrera que aísla a este complejo ser (a pesar de que sé que este ser tiene que ganarse a través del trabajo sobre uno mismo) de la realidad que puedo ver, pero jamás tocar, jamás degustar, jamás experimentar.
No puedo degustar, ergo no puedo saber.
Vanos y fútiles intentos de transgredir esta delgada línea vítrea.
Una tenue mas constante y robusta separación.
Una sensación de déjà vu me invade al ver a ese hombre que me mira fijamente a los ojos. Suele mostrarse interesado en mí (lo poquísimo que conozco de ese mí), a pesar de que yo nunca, al menos en apariencia, pareciera inspirarle algo.
Por un lado, yo (multiplicidad): por el otro, el mundo en perpetuo movimiento.
Separación.
Este es un breve relato de mi vida, amigos lectores: un lujoso panorama de ese infinito y cadencial desfile de mujeres, hombres, niños y niñas y hermosas adolescentes; abuelos y abuelas, tátara-tátara-tátara-tátara-tátara abuelos y gatos, y perros; todo aquello que puedas imaginarte, concebir y nombrar, ya lo he visto.
Efectivamente curiosa es la cantidad de cosas que la gente – aquellos que nosotros llamamos los otros – puede hacer cuando piensan (creen) que no están siendo mirados. Sin embargo mis ojos están siempre abiertos, constantemente observando. Desde asesinatos a violaciones, desde el acomodamiento del típico paquete masculino hasta la coqueta revisión de un maquillaje. Cualquier cosa que seas capaz de imaginar, ya lo he visto. Todo.
Mas yo siempre estoy detrás de este condicionante y definitivo vidrio (mi esperanza es que en algún momento deje de serlo), al cual asumo poseído y padecido por todos los demás. Si yo habito este espacio cargando mi propia cruz transparente, presumiblemente otros tendrán la suya. Jesús no es mío.
¿Podría acaso esta infernal separación ser el significado velado del Génesis y su paraíso perdido?
Yo mismo he sido tentado por las ocasionales manzanas que cuelgan del decorativo manzano que usualmente acompaña a la colección de verano, pero jamás he probado una; ni tampoco he visto serpientes enroscadas en sus ramas. Creo que si realmente estuviese en el infierno, no sería capaz de disfrutar, cada diciembre, la representación del nacimiento de nuestro Mesías, ni a los Tres Reyes Magos y sus humildes regalos. Allí no puede encontrarse ni un gramo de odio.
Otra vez, ese hombre que en ocasiones luce una barba que le cubre la cara y otras un inmaculado bigote, aparece de la nada, y me mira fijamente.
Puede que las formas sean (y son) diversas y diferentes en su apariencia, mas el efecto es siempre el mismo.
Separación.
Uno (que aún no es uno, y quizá incluso ni siquiera sea) puede no ser capaz de ver ni de percibir la barrera del olvido si es que ella está impecablemente limpia (recuerdo a un amigo cuya diestra pierna fue desgarrada por los restos de lo que alguna vez supo ser una puerta corrediza de vidrio perfectamente lustrada), volviéndose de este modo una insospechada presencia tanto a través de la fuerza del hábito como de la empatía Lética; pero Suya es la ultima palabra.
Por mi parte, he intentado (vanamente) traspasar esa delgada línea vítrea con penosos resultados: hombros dislocados, torsiones cuelleras dignas del Cirque du Soleil y muchos otros desenlaces por demás embarazosos. Sí recuerdo el despertar de una mañana navideña con la particular sensación de sentir mi labio inferior acariciando mi tendón de Aquiles diestro; algo que para mi asombro resultó ser en absoluto doloroso.
A medida que pienso en escribir estos mismos pensamientos y relatos a través del ejercicio de mi memoria sobre la hoja, creo intuir un hilo común (pero no el de Ariadna) que ata todos mis intentos de romper la acuciante y delgada línea vítrea: la necesidad de algún tipo de tratamiento físico luego de cada uno de esos fútiles ejercicios de utopía.
Pero quizá, en este mismo momento, esté cayendo en la ilusión que me hace considerar la libertad como algo real y alcanzable cuando, de hecho, es simplemente otro escenario en el cual estaré, inevitablemente, forzado a entrar en la interminable rueda de la elección y su naturaleza fraudulenta que nos hace creer en la libertad de elección cuando en realidad estamos apenas ejercitando el tedioso hábito de elegir aquello que se nos ha enseñado a elegir.
La mayor y única libertad real es no tener elección posible.
Oh, cómo me gustaría poder comprender semejante afirmación y poder así disfrutar mi presente (el constante regalo de la existencia) sin esas preconcepciones que me separan de aquello que es real y a la sazón mi destino.
No puedo recordar un tiempo en el cual no haya habido un vidrio ubicado entre mí, esta única multiplicidad que aún no es una unidad – ergo no mía –, y los otros, que acaso sean fundamental e inconscientemente uno, a pesar de los millones que habitan dentro de cada uno de esos sonámbulos.
En ocasiones me siento observado y en otras señalado, sea con el dedo, o con el mentón. Algunos ríen, otros parecen expresar, a través de sus propios ojos, un destello de identificación conmigo… o quizá sea una señal de lástima o una señal de que esos otros intuyen que soy yo quien está atrapado dentro de este cuerpo que, a pesar de estar en forma y sano, es esencialmente inerte. ¿Podrá ser que estén comenzando a percibir eso que nos está separando? Si tuviese una voz, quizá podría llegarles. Ha pasado mucho tiempo desde que renuncié a la utilización voluntaria de mis músculos. Ni siquiera luego de los ejercicios de memoria más demandantes soy capaz de recordar aquel tiempo (si es que lo hubo) en el cual yo era capaz de moverme.
Ojalá pudiera recordar siquiera una solitaria gota del Lete recorriendo mi cuerpo.
Desvozado y sin ser capaz de moverme voluntariamente… pero consciente de la matriz que está comenzando a mostrar sus hilos. Si realmente he perdido el uso de habilidades ya ignoradas, entonces no puedo correr el riesgo de perder mi cerebración. Continúen hablándose a sí mismos.
Quizá yo apenas sea un espejo reflejando la postrera realidad de ellos, que miran desde detrás de la delgada línea vítrea.
Los otros (gente, sonámbulos) tienden a idealizarme como si fuera un Adonis moderno. Me adoran como a un Mesías de plástico… su parado e impecable Señor. Ellos quieren secretamente transformarse en mí, poder siquiera saborear qué se siente el vestir, lucir e inspirar ese asombro que continuamente veo en el rostro de los otros. Si tan solo supieran el infierno viviente que implica esta existencia, semejante aspiración infantil cesaría al instante.
La constante repetición de una sentencia laudatoria que eventualmente es la misma a pesar de sus muchos disfraces, termina en una tediosa oída mecánica. A pesar de su inmovilidad, el vidrio me permite escuchar a los otros. Qué agradecido estoy por ser incapaz de no percibir las vibraciones vocales… razón por la cual tal sentido no ha desaparecido. Al principio, las constantes palabras de admiración inspiradas por mis circunstanciales ropajes funcionaban como un aumentador del ego; pero poco después de comenzado el ciclo de acotaciones laudatorias, el tedio me abruma; aunque debo admitir que siempre estoy a la avant-garde de la moda contemporánea y por lo general termino imponiendo tendencia vestuarística. La verdad sea dicha, y escrita: verdad.
Pero hay otra cuestión: ¿elegimos qué ponernos? ¿Realmente elegimos? ¿Somos libres? ¿Cómo serlo si ni siquiera podemos elegir no elegir?
Únicamente cuando el no elegir se vuelve una opción real es que somos verdaderamente libres para elegir, o no elegir. Una vez que estés libre de la elección serás puramente libre para hacer lo que tienes que hacer, alejado del infernal e imperecedero círculo de la elección. La libertad es aquel estado que será realizado en nuestra interioridad luego de vivenciar la real falta de verdadera elección.
¿O acaso todo sea la obra de una mano (manos) invisible y macabra que comanda, hace y deshace a su antojo, definiendo también aquellos ropajes que deberían cubrir nuestro prestado recipiente?
Estimado lector, apenas puedo encontrar fuerzas para vestirme. Probablemente no sea una inhabilidad: pero la falta de uso ha hecho mis músculos demasiado finos y débiles. Todas las memorias que tengo son de este lugar, estas luces, este trabajo. Nada va más atrás en el tiempo que este eterno presente.
Las aguas del Lete no me han mojado (¿podría de todas maneras recordarlo?), sin embargo la memoria me elude.
¿Por qué este hombre me resulta tan familiar? El abigotado está ausente para los demás, pero violentamente presente para mí.
Detesto admitirlo, pero realmente me he acostumbrado por demás a ser vestido y consentido en este vacío estilo de vida pleno de lujos; tan es así, que en ocasiones me siento como un bebé tamaño hombre… un muñeco de metro ochenta, completamente hueco. Los ropajes cambian constantemente de una forma que podría parecer azarosa, pero luego de atentos días de observaciones descubrí que mis superiores deben tener algún poder secreto que les permite (ignoro la cantidad de jefes que tengo) adivinar aquello que la gente lucirá en un cercano y certero (para ellos) futuro.
Una creciente preocupación ha estado aguijonando mis pensamientos: me estoy volviendo más sensible a las sensaciones. Esos sentidos involuntarios están agudizando sus funciones, y los que necesitan ser ejercitados están aparentemente recuperando algo de su fuerza. El último martes creo haber escuchado un estruendo cuyo origen pudo ser en algún lugar de la mitad de mi parte superior. ¿Qué podría ser? ¿Estaré enfermo? ¿Muriendo? Afortunadamente mi salud ha sido constante y fuerte: a lo largo de mi vida únicamente he sufrido algunas fracturas y dislocamientos; también algunos problemas de piel menores que en absoluto resultaron ser dolorosos.
Tengo que admitir que en ocasiones me siento como si fuera una marioneta, un muñeco de plástico, un primo lejano de Pinocho: llevado de aquí para allá, sin ser capaz de elegir mi destinación, mi vestuario, mi peinado (a pesar de que últimamente puedo apenas recordar el mismo duro e inmóvil estilo sobre mi cabeza), ni siquiera el color de mis ojos. A pesar de jamás haberme afeitado en mi vida, mi rostro no muestra signo alguno de tímida barba o humilde mostacho.
La tecnología, una religión inventada por científicos, nos permite, en cuestión de horas, lucir (transformarnos) como otro, que son otros, mas finalmente sólo el Otro.
Mismo traje, mismo hombre abigotado me mira fijamente. Parece estar analizándome.
Un día estoy acá, el otro allá, y miro a mi alrededor y veo lo que ahora me resulta obvio: que estoy condenado a vivir debajo (detrás) del vidrio de la existencia. Aún no puedo recordar un tiempo desvitreado.
Quizá sea la fuerza del hábito, pero estoy empezando a sentir un cierto reflejo compulsivo en mi estómago cuando observo a la gente comer o beber. De acuerdo al dictado de mi poco fiable memoria, mi boca ha estado siempre seca; aunque puedo decirles que estos últimos días he estado sintiendo un raro cambio en la consistencia de mi cavidad oral: solía estar vacía y seca. Ahora puedo claramente sentir una pequeña protuberancia que parecería tener una naturaleza muscular (apenas puedo moverla) y alguna humedad en mi boca. ¿Me estoy muriendo? ¿Por qué ella se vuelve húmeda cuando veo a otros comer?
¿Cómo alguien puede morir, si aún no ha nacido?
Estamos todos atrapados en la misma situación, a pesar de que tú, querido lector, estés pensando que la escena descripta es una que jamás podría sucederte a ti.
Paradójicamente (acaso así sea la esencia de la realidad) es semejante afirmación negativa la que indica que eres (y serás) la presa de ese mismo cazador que estás negando.
Tal como dijo el Profeta (que la Gloria sea con Él) cuando afirmó que cometeríamos, durante el curso de nuestra vida, esa misma falta o pecado que condenamos o criticamos en el otro.
El único pecado que admito y reconozco es aquel secreto orgullo que siento cuando los sonámbulos copian mi estilo. A veces me miran fijamente; otras consultan con el acompañante de turno; otras deciden por sí mismos (irónico), y en cuestión de minutos los veo saliendo con una remera que usé ayer, o una regia campera de corduroy que está acariciando mis hombros en este preciso momento.
Vano orgullo.
¿Qué me está pasando? ¿Por qué mi boca se pone seca cuando una bella mujer me mira fijamente? ¿Por qué están sus ojos fijados en la mitad de mi cuerpo? ¿Es porque hoy estoy usando unos shorts ajustados? ¿Es normal sentir humedad en la palma de mis manos? ¿Sentí recién algo moverse en esa mitad?
Yo soy mucho más que un rostro perfecto con cabello impoluto e impávidos ojos; piel blanca pálida debido a la falta de sol… porque yo, estimado lector, estoy tiranizado en este mundo desolado hecho de nada más que trabajo, trabajo y trabajo.
Al menos soy afortunado de tener un trabajo que precisa que yo esté… que esté sin ser.
Creo que alguna vez soñé con este hombre, y una espada. El mostacho se fue, y ahora parece ser una versión más joven y barbada de sí mismo.
Desnudo frente a otros desconocidos: situación que – aunque altamente improbable – ha ocurrido algunas pocas y embarazosas veces. Puedo ser consciente a pesar del colosal y modesto esfuerzo de mi memoria, la cual vanamente trata de forzar el olvido.
Por azar o destino, es cuando estoy despojado de ropajes que soy menos admirado y notado por esos otros (que son millones).
Estoy teniendo problemas en hacer viajar a mi mente a través del tiempo. Este presente se está transformando en la única cosa que soy capaz de recordar. Este omnipresente trabajo que me ha hecho indiferente al calor y al frío; aunque creo haber sentido algo acuoso el viernes pasado cuando estaba luciendo un abrigo de camello. ¿Eso es sudor?
¿O fue la olvidada gota del río Lete?
La memoria de semejantes sensaciones perdidas aún está allí… las puedo percibir. Puedo sentir la clave de lo que parece ser una vida pasada, otra dimensión. Hasta hoy, casi había olvidado cómo aquellas sensaciones se hacían presentes; ni siquiera podía captar una distante remembranza de una memoria de un resabio gustativo de aquellas sensaciones.
Hoy es diferente: antes, tenía que razonarlas, intuirlas a través de los otros – siempre los otros – que me mostraban o ilustraban ese concepto a través del variado vestuario que fluía frente a mis ojos como una procesión que duraba todo el año.
Hoy es diferente: los recuerdos están regresando.
El apéndice muscular en mi boca esta más grande; ya puedo tocar con él algo que se siente como un hueso que cubre toda la zona de mi boca que antes era apenas un techo vacío… algo que es resbaladizo, probablemente por la humedad que lo cubre.
Siempre he trabajado con diferentes compañeros, que a la vez siempre se hicieron sentir como si fueran el mismo, uno igual al otro. Por favor note, querido lector, que no usé la palabra idénticos pues la igualdad es uno de los disfraces usados por la diversidad.
En ocasiones creí que realmente conocía a mis colegas, solamente para descubrir más tarde que era simplemente una ilusión; si ese otro no se conoce a sí mismo, inevitablemente te mostrará un rostro (entre miles) que él cree ser real… mientras que la realidad yace más allá de las máscaras.
Ya no me sorprenden sus continuos y a veces extravagantes cambios de estilo, de modales, de poses; mutan completamente (en apariencia) y se transforman en otro (que son otros, y que no son) para seguir siendo lo mismo.
Una marioneta. Otro lejano primo de Pinocho.
Ausencia dentro del cambio.
Los hombres son parecidos en apariencia, tal como sucede con las mujeres.
Dentro, hay otro universo, o varios, acaso cambiando incesantemente.
Los huesos dentro de mi boca están comenzando a doler; algo puntiagudo sale de esa húmeda (y rosa según la constante delgada línea vítrea) dureza. Estoy adolorido.
Soy un ser que intenta Ser, que desea evolucionar, crecer, desarrollarse, caminar con ojos bien abiertos (es mejor gastarse andando que cuidarse en un lugar), aprender qué es (y el cómo) lo que hay para ser aprendido, saber, experimentar… rompiendo el vidrio que separa la realidad de la ficción.
Quizá, algún día, tenga éxito.
El extraño hombre, como si fuera aún más joven y tatuado, parece tener un martillo en su mano.
Siento que mis músculos están ganando mayor fuerza; sí, ese músculo en la mitad de mi cuerpo también.
Mi esperanza se adensa cuando las luces están apagadas.
Y me recuerdo a mí mismo algo que está siendo cada día más difícil de no olvidar: esto, también pasará.
Pensamientos y divagaciones de un maniquí.