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LXXX. Constipación

por | Dic 7, 2016 | Blog, Opus Magnum

windowQuizá uno de los ejercicios literarios más complejos sea el ubicar una promisoria premisa (rocosamente sólida) dentro de un contexto apropiado que ayudará a desarrollar – y expandir – la semilla que acaso podría transformarse en una gran historia.

Tal no fue el caso de un ignorado autor, cuyo nombre aún se desconoce (e intuimos que jamás se descubrirá) y de quien sabemos más bien nada; su natural tendencia a la vagancia y al desgano son los partícipes necesarios. El único testigo escrito de una sombría existencia y un corpus insondable son unas pocas notas sobre una gran idea que alguna vez creyó tener (o aún tiene); confiamos en que los lectores sabrán entender las diluidas referencias temporales y espaciales.

Quizá inspirado por Cortázar o una musa similar, se aventuró a generar, a crear, a intuir, un mundi absurdo mecanizado y oriental; la acción sucede (estáticamente) en el país del sol naciente. Para imbuir de realidad a su delirante boceto, salpicando así al lector incrédulo, el ignoto autor inventa organismos públicos y recurre a todo tipo de trucos previsibles con la esperanza óntica de que aquellas burocracias amarillas asuman la forma de Dioses; inútiles instituciones dadoras de ser.

La innombrada pluma escribe acerca de un supuesto estudio realizado por la Asociación de Caos Vehicular en Oriente Lejano, conocido por los nativos bajo las siglas: KLGHFHDJHAKJF-94584373-HGHJFHKJFAOASH, el cual expresa que la metrópolis primordial, rocoso hogar del sushi y la locura por las ballenas y su aceite y por los delfines y las jovencillas en uniformes escolares y la culminación facial, es la ciudad que sufre el mayor volumen de tráfico en el mundo.

El ignoto autor (quien seguramente ha inspirado mejores líneas que aquellas que su propia cobardía jamás le permitió escribir) incluso se arroga el derecho de crear, supuestamente ex nihilo, a otro ser humano (sin siquiera ser dueño de los derechos de autor o replicación) quien ya posee tal nombre, o mejor dicho potencialidad de transformarse en uno, cayendo en un caso de duplicitas ad absurdum.

La anónima mano escribe acerca de este hombre como si fuera el presidente honorario de aquella imaginada institución asociativa vinculada al predicho caos vehicular. Su nombre es Kimito Matsude, sufriendo unos prostáticos 84 años de edad; asaz amante del arroz frito, de las novelas argentinas (a través de las cuales logró modestamente dominar el castellano rioplatense y leer a Borges en su forma original), y del Sporting Cristal.

Este hombre, Kimito, supuestamente comentó a una anónima fuente de nuestro casi-ficticio-autor, abrumado por un humor sombrío, algunas observaciones y estadísticas sobre el asunto que sirvió como inspiración del presente relato; luego de un pequeño debate interno, y solamente debido a que el hígado fue el vencedor, deberíamos ser capaces de citar las palabras de Matsude San (Kimito) si es que efectivamente hubiesen sido tales: el hombre era (acaso es) mudo; y en la supuesta ficción-creadora del persistentemente desconocido escritor, hay una serie de descripciones de movimientos, los cuales intuimos, forman parte de un lenguaje de señas. Tales gestos podrían ser interpretados o vistos o leídos de este modo:

Matsude sacude la cabeza, guiña el ojo izquierdo y lo mantiene cerrado durante tres segundos, mientras sopla con la lengua afuera y sus labios la atrapan fuertemente; abre el ahora completo ojo izquierdo, y eleva el brazo derecho a un ángulo de 90° (relativo a su cuerpo) y destaca su dedo anular.

Lo anterior está resumido por el fantasmagórico ficcionador, a través de las siguientes palabras:

Según lo que pude entender de la escena anterior, y haciendo uso de mi rudimentario japonés, Matsude San dijo que le gusta el Tango y la forma en que improvisa Keith Jarrett al piano, especialmente luego de comer pescado; arenque.

El relato continúa, volviendo al ignoto y acaso tímido autor, incluyendo algunos bellos pasajes poéticos en los que compara la brevedad del Koan con la rápida digestión del vegetariano y la velocidad con que preparan el sushi en dicha congestionada metrópolis, incluso en los antros menos destacados; mas luego el relato gana en ritmo y cita congruentemente a un erudito en la materia para que explique la actualidad traficaria del hoy (eventualmente la causa prima que inspiró a nuestra misteriosa pluma):

“Es cierto que actualmente la congestión vehicular es una mera realidad que trasciende las fronteras de lo problemático; las soluciones están seguramente por siempre ocultas tras las nubes emanadas por la ingente cantidad de autos que están invadiendo esta metrópolis, tal como la ilusión de existencia permea la mente humana. Gracias al trabajo de la asociación a la cual respondo, la increíble KLGHFHDJHAKJF-94584373-HGHJFHKJFAOASH (en efecto, el lector adivinará o recordará felizmente el larguísimo e inútil nombre), hemos descubierto conductores – y también pasajeros – que llevan meses cautivos en sus propios vehículos por culpa de esos laberínticos embotellamientos; una ficción borgeana, un laberinto hecho de caucho y metal y vidrio y angustia del cual Dédalo mismo jamás habría escapado; el minotauro no es uno sino todos aquellos atrapados en él; algunos desdichados festejan hoy, quizá, su noveno mes de encierro. Otros casos extremos superan holgadamente el trío de años.”

Aquí es cuando (y donde) el relato se rompe, y la segunda voz (la cual comentaba o hacía las veces de voz y pensamiento del observador o comentador ajeno al relato) pierde su fuerza, hasta caer presa de una leve distonía típica de cantante lírico; es por eso que a partir de ahora (ahora) el lector habrá de seguir la supuesta estela del cuentista (la cual nos resulta, de hecho, aún desconocida ) acompañada por la segunda voz no-distónica que continuará operando como diabolus ex-machina; es decir, como comentador y crítico.

La expresión trío de años es una hermosa conjugación literario-musical y una elegante manera de alivianar un padecimiento atroz (de ser real) por parte de los amarillos encerrados dentro de la pesadilla de Ariadne.

Un par de líneas más adelante, el aún misterioso escritor habla exageradamente del caso testigo sufrido por el licenciado Kodak Suzuki, cuya mujer, embarazada hace apenas un mes, lo despide durante una soleada mañana de Agosto cuando el pronto a ser padre primerizo parte rumbo a su trabajo; se saludaron besándose como lo hacen aquellos que ignoran las verdaderas y ocultas (ergo ignoradas) leyes del universo: como si fuesen inmortales, como si pudiesen decidir cuándo será el momento de su último suspiro.

Desafortunadamente para el aplicado licenciado Kodak Suzuki, nunca supo que aquel rutinario beso sería el último que su mejilla sentiría en mucho tiempo; que perdería el nacimiento de su primer y único hijo (Minolta Suzuki); que sus desprolijas deudas aumentarían angustiosamente; y que algunos once meses, cuatro días y un par de horas después, su enlutada mujer lo confundiría con un extraviado habitante de Ming, quien luego del primer toque, el primer abrazo, eventualmente se transformaría en él, Kodak Suzuki.

Es natural eximir las desesperadas medidas tomadas por el licenciado Suzuki al enterarse de su postrera suerte; es natural entender cómo terminó su cabeza luego de interminables golpes aplicados sobre su sien amarilla con una modesta cámara fotográfica cuya marca se rehúsa, aún hoy, a tener una existencia literaria exenta de una indulgencia monetaria para con sus hacedores: ergo, el vacío.

Su madre, la señora S (a quien llamaremos de tal forma simplemente para evitar escribir su nombre completo: Samiko Ehert Gradik Teko Aka Guaja Kuku Kyot) demandó tanto al estado como a la ya célebre KLGHFHDJHAKJF-94584373-HGHJFHKJFAOASH por daños y perjuicios: 100.000.000 Yenes fue la cifra requerida. Se espera que la corte de justicia se pronuncie en los próximos días; mas ya no importará tanto, pues la impaciente señora S o Samiko Ehert Gradik Teko Aka Guaja Kuku Kyot o incluso SEGTAGKK si prefieren, inspirándose en su distinguido linaje samurái, cumplió con el rito ancestral y se abrió el abdomen de par en par; harakiri frente al palacio de justicia; acaso como un eco de la muerte de su amado hijo; acaso una viva descripción de la fragmentaria condición natural en la cual los humanos que aún no somos dignos de tal nombre, vivimos.

A unos pocos metros del abandonado vehículo que alguna vez supo pertenecer al suicida señor Kodak Suzuki, vemos a un cierto señor Pey Pang Song, coreano de nacimiento pero japonés por obligación. Semejante información fue supuestamente expresada por aquella voz que tuvo que ser descartada debido a ciertos alarmantes síntomas de distonía de cantante lírico, a la ahora primera y líder voz de este relato por medio de expresiones físicas (mayoritariamente utilizando las manos y sonidos guturales) dado que sus propias dificultades vocales le impedían hacer un apropiado uso de sí misma al estar atrapada en una entropía distónica: ergo ese recurrir al lenguaje de señas. Ahora, de vuelta a seguir a la actual voz líder y tónica.

Además de ser un pintor prestigioso, el señor Pey Pang Song es un tenaz padre y un devoto marido: durante dos años y cinco meses ha estado puntillosa y dedicadamente llevando a cabo sus obligaciones como padre de sus hijos, cada martes, jueves, y domingo, después de las tres de la tarde: todo ello estando atrapado en la pesadilla de Ariadna; el infinito laberinto hecho de caucho, metal, vidrio y angustia; el tráfico absurdo. Sus retoños son Sarah Song, una coqueta premenstrual de quince años de edad, y John Lee Song, un achaparrado muchachito con un natural talento para la música (el clarinete) y una cierta inclinación hacia su izquierda (no hablamos de política, mas de una leve diferencia de largor entre sus piernas); a pesar de aparentar estar en el ocaso de sus cuarenta, John Lee Song sufre apenas tiene nueve añitos.

En ocasiones, dichas visitas filiales bien pueden superar el usual caos bocinero de las medianoches y extenderse hasta justo antes del alba. Los talentos del señor Song como padre son impecables: a pesar de las limitaciones impuestas por el abrumador tráfico y su aprisionadora realidad, siempre se las ingenia para celebrar un cumpleaños, o un 10 en uno de los boletines de sus hijos, o un diente de leche que se despide, o un primer beso, o una boda, o un nacimiento ocurrido en algún auto cercano, o incluso un gol marcado por su equipo de balón-pie favorito (Kashima Antlers); su última invención culinaria fueron unas exquisitas hamburguesas au moteur, servidas con lechuga, tomate, cebolla morada, pepinillos, tocino, y amor.

En cambio su mujer, Sarah Ling, lo visita los días lunes, miércoles y sábados, generalmente una vez que el sol ha partido y la niñera arribado al hogar familiar; el desgaste de los amortiguadores los está forzando a menguar la intensidad de sus taoísticas sesiones de amor físico. El señor Song se niega a abandonar su automóvil, tal como una creciente minoría de sensatos ciudadanos está comenzando a hacer, aunque se desconoce si alguna vez han logrado arribar al recordado hogar; para él, el auto y el falo son dos siameses separados al nacer; dos rostros de un mismo disco; dos máquinas de placer; dos objetos de conquista que se meten y se sacan a piacere; dos perfecciones que jamás han de ser abandonadas.

En ocasiones, cuando le preguntan, contesta petulantemente: Si un baño estuviese lleno de orinadores y no tuvieses lugar para realizar esa función corporal, ¿dejarías solo a tu pene para que miccionase por sí mismo si tú no pudieses orinar como un hombre común y corriente?

El astuto señor Pang sí que se aprovecha de semejante firme creencia referida al apego: cuando por alguna circunstancial razón o demora en su trabajo (sus pinturas abstractas sobre asfalto hechas con aceite y líquido de frenos son cada vez más cotizadas: la última, intitulada Yu Tsun en llamas fue subastada en Sotheby’s por una suma que superó ampliamente las quince cifras) no puede amar físicamente a la señora Ling tal como es destinada a serlo según las indicaciones del camino del Tao, ella se sienta sobre el capot del recalentado auto, gimiendo exageradamente, saltando, cabalgando, meneando sus sudorosas caderas; y, en ocasiones de excepcional fulgor, hace danzar a su lengua por sobre la vaginada y flujada chapa, arremolinando los faros delanteros y paragolpes como si acaso los estuviera dibujando. Si tal esperpento ocurriese durante una fecha aniversario, es probable que la señora Ling termine con un poco de aceite caliente chorreando por sus labios.

La caótica Latinoamérica lentamente va proyectando su oscura sombra sobre las enquistadas avenidas amarillas desacostumbradas al despliegue de la venta ambulante. Al comienzo, cuando el embotellamiento simulaba ser apenas del tamaño de una pequeña botella de litro ocultando su hectolítrica capacidad acaso infinita, aparecieron en oferta las primeras biromes; luego vinieron los cuadernos, pañuelos de papel: elementos de primera necesidad. Las promociones y las exigencias monetarias fueron subiendo desproporcionalmente, considerando la cantidad de autos involucrados. Cuando la botella era del tamaño de una gaseosa de 400 litros mas sin gas, ya se ofrecían ropas, música (tanto a través de conciertos en vivo como de cassettes, cds y vinilos), computadoras y artículos de lujo.

Las primeras águilas supermercadistas hicieron su aparición a la manera de la mítica Brigada A, contratando a experimentados sherpas para proveer los distintos mini-locales que se iban improvisando en aquellos escasos espacios libres sobre las principales arterias entre autos, cuerpos, esperanza y depresión; las estimaciones más optimistas descreen en una pronta resolución, y la salvajada capitalista ya ha comenzado a aprovechar tal falta de positividad, ocupando cada nicho visible (y los ocultos también, tales como los subterráneos y exitosos puestos de panchos).

Aquí es donde el autor (cuyo nombre persiste en ser ignorado) recurre al golpe bajo y fatal: la aparición de los cuervos (tal como son llamados aquí); aquellos que viven y se alimentan de los muertos. Los trabajadores de la muerte.

Un tal misterioso señor S reparte unas tarjetas: ellas promocionan excelsos servicios funerarios de alta calidad y únicos niveles de higiene; tal es su seguridad al comentar las veleidades de su métier, que todo aquel que lo escucha siente deseos sinceros (si es que la sinceridad es un atributo in natura para el hombre) de morir en sus brazos. Una extraña ave rapaz con sus pichones merodean el epicentro del desastre; de ser necesario , el señor S posee la habilidad y las herramientas adecuadas para hacer del auto un perfecto y coqueto ataúd. Creo haber percibido un apellido de música polaca, o al menos de la esteña europea; sin embargo su apariencia es más bien mediterránea.

Yo, la voz natural y única que es dejada como un observador ex machina de semejante descompostura palabrera, parto raudo ya que no puedo tolerar más el humor discriminatorio (que otros, como este miserable y encubierto autor, llaman mera descripción) que emana de este relato.

Sin embargo, problemas de todo tipo pueden ser hallados casi por todos lados; algo se está quemando a unos escasos metros del vaginado automóvil del señor Pey Pang Song; un fuego que debe su existencia tanto a testarudez de un turista proveniente de A Coruña (Agsto Gmz Pz Utía según su casi ceniceado pasaporte) que estaba visitando la isla, y a su voluntad patriarcal: la resignada familia (palabra que sirve al propósito de brevemente describir a la señora esposa y a sus veinte y cuatro vástagos) intentó, sin éxito alguno durante las primeras cuatro horas, encender el infartado cadáver que alguna vez hubo servido como huésped para el alma de Agsto Gmz Pz Utía, el amado padre de aquellos veinte y cuatro bribones, y el paciente mas horrendo besador marido de María Serna a quien hace unas pocas líneas nos hemos referido como la señora esposa, pero las ventanas cerradas demostraron ser un hermético enemigo. Quiso el azar disfrazado de destino que el vigesimotercer hijo abriese la vidriosa separación del modesto coche Seat Ibiza coupé para engullir un poco de aire, y la inevitable y fatal fogata comenzó.

El misterioso señor S y sus trabajadores de la muerte no repararían en ocasiones etéreas o carbonizadas como la anterior; el jefe va detrás del metal, que no es vil, sino que apenas muestra la vileza latente de los hombres. Al menos es lícito darle crédito por ir detrás de lo que es más preciado para él; paradójicamente, daría su vida con tal de aumentar sus ganancias.

Lentamente, la vida está siendo invadida por caucho, chapas, vidrios, acero, humo y desesperación; pocos son aquellos que aún permanecen en esas obsoletas estructuras edilicias conocidas por la humanidad como apartamentos, pisos, casas. Si el hogar es aquel lugar donde yace el corazón, entonces afirmo que aún no sé dónde está mi corazón (ni siquiera si poseo uno, o varios, o ninguno) y por ende desconozco si soy capaz de pronunciar alguna afirmación válida acerca de cualquier asunto posible; también desconozco cómo finalizar este mismo relato el cual me captura entre palabras e ideas y sueños y desilusiones y delirios; apenas me puedo mover.

El transpirado cuero de este viejo Honda Civic modelo 1989 está paspando mis nalgas; no recuerdo otro tiempo que el mismo que está lentamente arrastrándose dentro de este relato; las ideas que se me amontonan caóticamente dentro mío a una velocidad en constante aumento; conceptos que no puedo trasladar al papel o al cuero o que son demasiado sutiles y preciosos para ser tallados sobre el plástico a mano, y mi piel ya refleja todas las palabras que puede soportar; falta de espacio, y tiempos.

Esperaré a que Ariadne retorne y, mientras posado en sus guiantes manos, acaso yo pueda encontrar una salida a este laberinto ininteligible y espeso, el cual continúa cerrándose sobre mí.

La voz se detiene.

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