Soy imperfectamente consciente de que constante e involuntariamente mi memoria aumenta su perfección cada vez que la reconstruyo, cada vez que la recreo con mi ya adormecidos sentidos. Pero su recuerdo persiste.
Su largo y rojizo pelo cayendo, como si hubiera sido pintado por el maestro Leonardo, sobre su siempre impecable atuendo: una oleosa sfumatura con influencias cubistas; ella poseía el típico glamour francés con unas gotas de mística árabe.
Si es verdad que uno realmente posee aquello que no puede perderse en un naufragio, ella efectivamente poseía el don de la belleza y la gracia: una obra de arte viviente… una obra maestra.
Al comienzo, tal como sucede con cualquier otro jovencito inexperto, sentí mi corazón romperse en millones de pedazos cuando la vi por primera vez hablarle y sonreírle a otro hombre; incluso razoné, en un vano intento de aplacar mi ansiedad, que sin ella, sin semejante esperanza femenina, mi vida sería desposeída de cualquier tipo de significado… una sensación que me hizo viajar unos veinte años al pasado.
Mi ferviente memoria pinceló expresionísticamente aquellos días de colegio secundario cuando solía buscar desesperadamente a mi circunstancial Dulcinea en ese abarrotado y somnoliento patio, intentando encontrarla lleno de deseo y terror, con la sola intención de asegurarme de que el día valía la pena el pelo rebosante de gel, el frío viaje en el bus y la natural mas embarazosa erección producida por el predecible bamboleo del transporte público, o no; pero la repetición en estos asuntos (tal como sucede en todos) atenúa el inevitable dolor infligido por las traidoras e implacables féminas.
Así fue que eventualmente me acostumbré, pues todos los seres humanos tienen la habilidad para adaptarse a cualquier tipo de situación, a verla hablar con otros hombres que estaban lastimosamente deslumbrados por su asombrosa sonrisa y un embriagante aspecto exterior (prueba de su propia superficialidad y falta de conocimiento acerca de sus verdaderas maravillas internas). Pero lentamente, esa fuerza portadora de calma le permite a uno percibir aún más; y pronto me di cuenta de que detrás de la supuesta caballerosidad de mis competidores, esperaba un interés material. Mi última observación – porque en efecto mi preocupación celosa tardó un par de días en ser extinguida – me demostró que todo lo que él quería, el primer competidor entre muchos, era un espresso macchiato.
Un día, a pesar de que su presencia estaba comenzando a sentirse como si de pronto yo estuviera revisitando aquellos días escolares sin la amada formando la ruinosa fila previa al aula, la cacé para descubrirla mirando a ninguna parte hacia el vacío, no sin un cierto aire de atención puesto en ello, como si estuviera esperando un llamado de un visitante inesperado, o lo invisto, lo inpercibido. Estoy seguro de que sus sensibilidades están mucho más desarrolladas en ella que en aquellas mujeres ordinarias: es decir, el resto de lo que queda una vez que ella es quitada de la ecuación.
Luego de terminada la primera etapa de reconocimiento, y equipado con la predecible y necesaria confianza, comencé prontamente la fase dos: el buscarla ansiosamente con mis anhelantes ojos, preguntándome si el destino mismo me habría de santificar con una bendición que estaba seguramente por ocurrir a través de la gracia de sus dos brillantes diamantes azules, que los otros ignorantes llaman simplemente ojos.
Pero ella seguía ignorándome.
Por desgracia solo es necesario bendecir a una mujer con la indiferencia para obtener su amor y atención; y por supuesto, yo no era la excepción a semejante regla precisa. Me cansé de rechazar a esas otras féminas que son indignas de mis sentidos y corazón, sabiendo en lo profundo que este mismo día me bendeciría con su arribo en forma de ella.
Asumo que, al comienzo, sus constantes compañeros fueron la olvidable distracción o la tenaz vagancia; ergo la sensación de ser invisible para ella, mientras que su corazón me había efectivamente percibido con anterioridad, quizá durante una vida pasada… o futura.
Bien sé, como si pudiera verlo pintado en el aire, que ella presintió, acaso a través de su naturaleza femenina, el naciente deseo que estaba comenzando a bullir por ella en mi pecho, el reconocimiento que latía con forma de corazón amante.
Tal es la naturaleza femenina: así como un hermoso lomo que alguna vez formó parte de una delicada y gentil vaca espera que las llamas y el calor transformen al carbón en brasas en el momento preciso y no antes, para que la carne pueda ser correctamente asada y luego comida, y luego transmutada; así lo hizo ella con mi flamígero amor latiente.
Ella esperaba mientras mi corazón maceraba.
Y otras mujeres que no solamente jamás podrían hacerle sombra, sino que ni siquiera eran dignas de servirla como esclavas, seguían molestándome también, intentando en vano distraerme de mi musa, mi amor, mi perfección. Lo mejor que pude hacer fue distraerlas con simples y azarosos pero efectivos pedidos culinarios, para evitar herir sensibilidades.
Ahora también sé que ella continuaba respondiendo los desdeñosos llamados gesticulados por mis competidores (quienes ahora aparentaban ser inconscientes de sus muchas maravillas, o ya cansados de la superficial admiración) mientras que despreciaba mis intentos sutiles, solamente para hacerme sufrir con ese estratagema típicamente femenino de ignorar a los valientes que expresan un atisbo de interés en ellas.
También la he visto interactuar con mujeres de diversas razas y niveles socioeconómicos; la pureza de su corazón no hacía distinción alguna; incluso hablaba animada y alegremente con ellas. Cuando se trataba de parejas, la cuestión tomaba otro cariz; quizá por fuerza del azar o del destino, en estos casos solía prestarle más atención a la mujer que al hombre. Durante sus animadas interacciones con niños, pude notar al instante sus instintos maternales, su dulzura natural y sus dones empáticos; aunque estoy por demás seguro de que aquellos pilluelos no son suyos: semejante cuerpo inmaculado no muestra signo alguno de experiencia embarazosa, y no me parece ser del tipo que le gustaría adoptar semejante cantidad exagerada de infantes. También los trataba con un afecto inusual – el tipo de emoción que no es inspirada por alguien con quien convives. Sin embargo, no me sentí acobardado por ello, pues sé que su verdadera pasión es aquella de servir a otros, y entre esos otros, a hombres. Por supuesto, no cualquier hombre: moi! Su verdadero y real e ignorado amor.
Pero, a pesar de que yo quería ser servido, ella continuaba ignorándome… y mi corazón seguía macerándose.
Hasta que un día nuestros ojos se encontraron, y fue como una gloriosa matinée operática digna de los dorados años sesenta, resonantes de un dueto Corelli-Nilsson. Nuestros ojos se reconocieron mutuamente, dijeron hola, y se derritieron en un abrazo visual por primera vez. Poco después de los sordos cumplidos habituales, un té acompañado con scones fue servido.
Las brasas estaban listas.
Puedo afirmar o escribir un documento inmortalizando esta misma aseveración para luego firmarlo con mi propia sangre: en ese preciso instante, mi vida cambió para siempre. Mi mundo privado se iluminó y mi existencia encontró su ulterior y más profunda raison d’être. Mis ojos también se quemaron un poco pues el té servido con los scones estaba por demás caliente; pero eso no es nada comparado con las armonías de éxtasis y deleite.
Y el amor continuaba creciendo porcentualmente…
El aroma del café y las caramelizadas croissants tostadas invaden este recuerdo que les comparto [1]. La memoria de los sentidos. En este mismísimo momento puedo sentir la dureza de aquella mismísima silla que estoicamente se mantuvo de pie bajo mi achatadas nalgas durante tortuosas horas abarrotadas de esperanza, angustia, desesperación y fluidos corporales; ahora puedo sentir la fresca brisa que siempre lograba encontrar su camino por entre el marco podrido que pretendía de alguna manera estar sosteniendo la ventana, la cual me brindaba una hermosa vista de la calle Ayacucho; el mismo vidrio que nos separaba de lo desconocido, lo invisto, lo inesperado.
Desde aquel día, un cuatro de Julio a las 8:47 am, el habitual encuentro de nuestros ojos habría de ser prontamente acompañado por constantes acercamientos de su parte. Apenas un solo segundo de contacto visual bastaba para presagiar su esencia penetrando mis narinas. Las brasas comenzaban a asar el alimento del paraíso, mi maná privado; mi macerado corazón amante.
Y el amor continuaba creciendo porcentualmente…
En esos tímidos comienzos, sus acercamientos ocurrían no sin cierto desdén; semejante actitud seguramente apuntaba a aumentar mi verdadera atención masculina y reacciones físicas… pero mi virgen trovadoresca, siendo perspicaz y de espíritu casto, se dio cuenta rápidamente de que mi amor no tenia necesidad de tales trucos baratos para crecer y expandirse: ya estaba completo y en su apogeo; un macerado corazón asándose sobre las brasas del anhelo y la pasión.
Hola fue la primer palabra que inauguro nuestro Génesis personal, el sonido que desgarró el engañador velo que mantenía separados a los amantes, como el malvado y envidioso día intentando derretir el amor caballeresco. Soy tu Tristán.
En el comienzo fue la Palabra, y la Palabra fue Hola.
Luego del inicial reconocimiento vocal, la luz encontró su camino y su nombre explotó en mi boca. Ella pareció sorprendida con mis dones de adivino; sí admito haberme aprovechado de su ignorancia y el jamás revelar mi secreto. Tampoco lo revelaré ante ustedes.
Una vez que el primer paso hubo sido dado, infinitas variaciones bajo variadas formas siguieron a la salutación primaria: ¿Cómo estás? Genial, ¿y vos? Yo muy bien, lo pasé bárbaro y el clásico Preferiría comer esas mollejas bien cocidas, porque sino voy a tener una diarrea de la puta madre.
Y el amor continuaba creciendo porcentualmente…
El tiempo transcurrió dulce y suavemente, dejando un sabor de azúcar blanca en mi boca, y pronto descubrí (no sin algo de sorpresa) que ella afectuosamente respondía a todas mis demandas con una sonrisa que parecía estar tatuada sobre su rostro; tal era su luminosidad, que podría haber iluminado a todas las galaxias del cielo.
Nuestra conexión evolucionó en un alfabeto despalabrado: todo era dicho, sugerido y callado a través de nuestros mismos ojos.
Si sucedía que cierto día yo estaba de humor para un café, ella siempre se las arreglaba para conseguirlo tal como me ha gustado desde que era un niño de dos años (luego descubrí cómo lo hizo): casi hirviendo, con tres cucharadas de crema batida y tres terrones de azúcar marrón de caña. Si mi estómago no estaba listo para una ingestión ácida, ella me traería un vaso con agua. Si las mollejas no habían sido aceptados adecuadamente por mis intestinos, un par de pastillas de carbón me estarían esperando sobre la mesa luego de una interminable y sudorosa visita a los lavabos; y si el llamado interno había sido de una naturaleza extrema, ella me pasaría un vestuario de repuesto para luego limpiar el desastre barroso con nada más que amor en sus manos.
Y el amor continuaba creciendo porcentualmente…
Croissants? No necesitaba siquiera pedirlas. Lo único que tenia que hacer era prefigurarlas en mi boca para que ella, como una Casandra rioplatense, me sorprendiese al instante portando una caramelizada y tostada delicia, o dos, o cinco, dependiendo de cuan hambriento ella me sabía.
Podría decir que incluso los matutinos impresos me llegaban a través de sus manos con un cierto aroma a pasión en sus movimientos; todas las noticias olían a ella, incluso la mera lectura de asesinatos y declaraciones de políticos inspiraban asombro y calidez en mi corazón, porque su toque había sido dejado en aquellas hojas.
Y el amor continuaba creciendo porcentualmente…
Un día fui bendecido por un leve rozamiento de sus manos, y su aspereza pronto me incumbió también: Es porque siempre tengo que lavar tantos platos fue su tímida excusa antes de volar a lo lejos como una mariposilla, dejando un indicio de quizá un vago acento norteño, probablemente como aquel oído en Santiago del Estero, Argentina.
Indignado por el daño hecho a semejante representación del arte divino, me embarqué prontamente para remediar esa innoble y despreciable blasfemia epidérmica; compré el mejor lavaplatos disponible, el cual, dicho sea de paso, me limpié mi ya bulímica cuenta bancaria, junto a cinco mil litros de una efectiva crema humectante. Si aquellas eran las manos destinadas a acariciar y achuchar a mis futuros herederos, tendrán que estar impecables y perfectas – inmaculadas como la gran madre en la cual algún día la transformaré.
Las brasas ya me estaban quemando y el macerado corazón pasionalmente cocinado.
Un día, la descubrí admirando un espléndido auto que estaba pasando exactamente por la misma esquina que ambos ya sentíamos como nuestro hogar. El rugir del motor interrumpió nuestra cháchara diaria cuyo epicentro era el caprichoso clima que nos escupía inclementemente. Su expresión facial cambió apenas un poquito (mas notable) ante la vista de aquella obra maestra rodada, y también percibí un pequeño suspiro.
Aquellas fueron todas las señales e inspiraciones que necesité para, lleno de amor y deseoso de hacerla feliz sin ahorrar medio alguno, invertir los ahorros que mis padres habían obtenido durante toda una vida de sudor y lágrimas. Si el todopoderoso creador no ahorró en suntuosos detalles cuando prefiguró el Jardín del Edén, ¿por qué habría yo de refrenar esfuerzo alguno cuando se trataba de la carroza que supuestamente iba a prevenir la erosión de los pies de mi amada sobre el pavimento? [2]
Y el amor continuaba creciendo porcentualmente…
El plan era bastante simple: esa misma Ferrari que aquella tarde arrancó un suspiro de su boca, la esperaría sorpresivamente en el garage de esa casa soñada bajo la bendiciente sombra de algún árbol colorado durante una de las sudorosas y sedientas siestas que solía tomar cuando supo ser una pequeña doncella provincial; la mansión con la cual soñó está ubicada en las barrancas de Alvear, con vista al río, mucamas varias, dos cocineros, un mayordomo británico (de Kent para ser exactos), y un Setter irlandés de pelo cobrizo que demostrará ser un buen y leal amigo, ideal para los bebés que aguardan en el porvenir; un perro que estará saltando y esperándola junto a un precioso petiso rosado, su fantasía más íntima durante sus días como niña pre-menstrual.
El único hijo de puta que me hizo las cosas un poquito más complicadas de lo esperado fue un empleado bancario que, debido a cierta falta de generosa caballerosidad y una notable ignorancia en lo que al amor se refiere, tuvo que morir para que yo pudiera sacar el dinero de la cuenta de mis padres para así poder hacer a mi musa feliz, por siempre jamás.
Si el precio a pagar por mi amor son estos cien años en aislamiento que me están esperando ansiosamente, enfrentaré absolutamente esa fortuna de hierro con arrojo y coraje. Mi corazón tiene una sola dueña; me aseguran continuamente que mi culo, tendrá muchos más.
Si la cárcel es mi purgatorio personal, moraré allí con nada más que un grito enterrado en mi pecho:
Amigos míos, ¡me enamoré de una mesera!
[1] La versión incensurada expande el texto de este modo: Puedo sentir la textura y calidez de la mantecosa croissant a medida que sube por mi ano y arrastra cualquier rastro desperdicial hacia el origen, como un viaje por el tiempo y el espacio, representando el anhelo masculino de reingresar en aquel seno acuoso que alguna vez fue nuestro hogar. La ulterior remembranza de la postrera croissant recalentada danzando en mi interior excita vorazmente mi apetito. El lector comprenderá fácilmente por qué dejamos a tal párrafo fuera de la edición actual del texto. Si no puede darse cuenta de la razón, por favor, vaya y métase una croissant en su ano.
[2] Nada que comentar por aquí.