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LI. Acaso…

por | Ene 18, 2015 | Blog, Opus Magnum

Abukasem the Greedy PerfumerEn efecto, ella era hermosa.

Soy imperfectamente consciente de que constante e involuntariamente mi memoria aumenta su perfección cada vez que la reconstruyo, cada vez que la recreo con mi ya adormecidos sentidos. Pero su recuerdo persiste.

Su largo y rojizo pelo cayendo, como si hubiera sido pintado por el maestro Leonardo, sobre su siempre impecable atuendo: una oleosa sfumatura con influencias cubistas; ella poseƭa el tƭpico glamour francƩs con unas gotas de mƭstica Ɣrabe.

Si es verdad que uno realmente posee aquello que no puede perderse en un naufragio, ella efectivamente poseĆ­a el don de la belleza y la gracia: una obra de arte viviente… una obra maestra.

Al comienzo, tal como sucede con cualquier otro jovencito inexperto, sentĆ­ mi corazón romperse en millones de pedazos cuando la vi por primera vez hablarle y sonreĆ­rle a otro hombre; incluso razonĆ©, en un vano intento de aplacar mi ansiedad, que sin ella, sin semejante esperanza femenina, mi vida serĆ­a desposeĆ­da de cualquier tipo de significado… una sensación que me hizo viajar unos veinte aƱos al pasado.

Mi ferviente memoria pinceló expresionísticamente aquellos días de colegio secundario cuando solía buscar desesperadamente a mi circunstancial Dulcinea en ese abarrotado y somnoliento patio, intentando encontrarla lleno de deseo y terror, con la sola intención de asegurarme de que el día valía la pena el pelo rebosante de gel, el frío viaje en el bus y la natural mas embarazosa erección producida por el predecible bamboleo del transporte público, o no; pero la repetición en estos asuntos (tal como sucede en todos) atenúa el inevitable dolor infligido por las traidoras e implacables féminas.

AsĆ­ fue que eventualmente me acostumbrĆ©, pues todos los seres humanos tienen la habilidad para adaptarse a cualquier tipo de situación, a verla hablar con otros hombres que estaban lastimosamente deslumbrados por su asombrosa sonrisa y un embriagante aspecto exterior (prueba de su propia superficialidad y falta de conocimiento acerca de sus verdaderas maravillas internas). Pero lentamente, esa fuerza portadora de calma le permite a uno percibir aĆŗn mĆ”s; y pronto me di cuenta de que detrĆ”s de la supuesta caballerosidad de mis competidores, esperaba un interĆ©s material. Mi Ćŗltima observación – porque en efecto mi preocupación celosa tardó un par de dĆ­as en ser extinguida – me demostró que todo lo que Ć©l querĆ­a, el primer competidor entre muchos, era un espresso macchiato.

Un día, a pesar de que su presencia estaba comenzando a sentirse como si de pronto yo estuviera revisitando aquellos días escolares sin la amada formando la ruinosa fila previa al aula, la cacé para descubrirla mirando a ninguna parte hacia el vacío, no sin un cierto aire de atención puesto en ello, como si estuviera esperando un llamado de un visitante inesperado, o lo invisto, lo inpercibido. Estoy seguro de que sus sensibilidades estÔn mucho mÔs desarrolladas en ella que en aquellas mujeres ordinarias: es decir, el resto de lo que queda una vez que ella es quitada de la ecuación.

Luego de terminada la primera etapa de reconocimiento, y equipado con la predecible y necesaria confianza, comencé prontamente la fase dos: el buscarla ansiosamente con mis anhelantes ojos, preguntÔndome si el destino mismo me habría de santificar con una bendición que estaba seguramente por ocurrir a través de la gracia de sus dos brillantes diamantes azules, que los otros ignorantes llaman simplemente ojos.

Pero ella seguƭa ignorƔndome.

Por desgracia solo es necesario bendecir a una mujer con la indiferencia para obtener su amor y atención; y por supuesto, yo no era la excepción a semejante regla precisa. Me cansé de rechazar a esas otras féminas que son indignas de mis sentidos y corazón, sabiendo en lo profundo que este mismo día me bendeciría con su arribo en forma de ella.

Asumo que, al comienzo, sus constantes compaƱeros fueron la olvidable distracción o la tenaz vagancia; ergo la sensación de ser invisible para ella, mientras que su corazón me habĆ­a efectivamente percibido con anterioridad, quizĆ” durante una vida pasada… o futura.

Bien sé, como si pudiera verlo pintado en el aire, que ella presintió, acaso a través de su naturaleza femenina, el naciente deseo que estaba comenzando a bullir por ella en mi pecho, el reconocimiento que latía con forma de corazón amante.

Tal es la naturaleza femenina: así como un hermoso lomo que alguna vez formó parte de una delicada y gentil vaca espera que las llamas y el calor transformen al carbón en brasas en el momento preciso y no antes, para que la carne pueda ser correctamente asada y luego comida, y luego transmutada; así lo hizo ella con mi flamígero amor latiente.

Ella esperaba mientras mi corazón maceraba.

Y otras mujeres que no solamente jamÔs podrían hacerle sombra, sino que ni siquiera eran dignas de servirla como esclavas, seguían molestÔndome también, intentando en vano distraerme de mi musa, mi amor, mi perfección. Lo mejor que pude hacer fue distraerlas con simples y azarosos pero efectivos pedidos culinarios, para evitar herir sensibilidades.

Ahora también sé que ella continuaba respondiendo los desdeñosos llamados gesticulados por mis competidores (quienes ahora aparentaban ser inconscientes de sus muchas maravillas, o ya cansados de la superficial admiración) mientras que despreciaba mis intentos sutiles, solamente para hacerme sufrir con ese estratagema típicamente femenino de ignorar a los valientes que expresan un atisbo de interés en ellas.

TambiĆ©n la he visto interactuar con mujeres de diversas razas y niveles socioeconómicos; la pureza de su corazón no hacĆ­a distinción alguna; incluso hablaba animada y alegremente con ellas. Cuando se trataba de parejas, la cuestión tomaba otro cariz; quizĆ” por fuerza del azar o del destino, en estos casos solĆ­a prestarle mĆ”s atención a la mujer que al hombre. Durante sus animadas interacciones con niƱos, pude notar al instante sus instintos maternales, su dulzura natural y sus dones empĆ”ticos; aunque estoy por demĆ”s seguro de que aquellos pilluelos no son suyos: semejante cuerpo inmaculado no muestra signo alguno de experiencia embarazosa, y no me parece ser del tipo que le gustarĆ­a adoptar semejante cantidad exagerada de infantes. TambiĆ©n los trataba con un afecto inusual – el tipo de emoción que no es inspirada por alguien con quien convives. Sin embargo, no me sentĆ­ acobardado por ello, pues sĆ© que su verdadera pasión es aquella de servir a otros, y entre esos otros, a hombres. Por supuesto, no cualquier hombre: moi! Su verdadero y real e ignorado amor.

Pero, a pesar de que yo querĆ­a ser servido, ella continuaba ignorĆ”ndome… y mi corazón seguĆ­a macerĆ”ndose.

Hasta que un dƭa nuestros ojos se encontraron, y fue como una gloriosa matinƩe operƔtica digna de los dorados aƱos sesenta, resonantes de un dueto Corelli-Nilsson. Nuestros ojos se reconocieron mutuamente, dijeron hola, y se derritieron en un abrazo visual por primera vez. Poco despuƩs de los sordos cumplidos habituales, un tƩ acompaƱado con scones fue servido.

Las brasas estaban listas.

Puedo afirmar o escribir un documento inmortalizando esta misma aseveración para luego firmarlo con mi propia sangre: en ese preciso instante, mi vida cambió para siempre. Mi mundo privado se iluminó y mi existencia encontró su ulterior y mĆ”s profunda raison d’ĆŖtre. Mis ojos tambiĆ©n se quemaron un poco pues el tĆ© servido con los scones estaba por demĆ”s caliente; pero eso no es nada comparado con las armonĆ­as de Ć©xtasis y deleite.

Y el amor continuaba creciendo porcentualmente…

El aroma del café y las caramelizadas croissants tostadas invaden este recuerdo que les comparto [1]. La memoria de los sentidos. En este mismísimo momento puedo sentir la dureza de aquella mismísima silla que estoicamente se mantuvo de pie bajo mi achatadas nalgas durante tortuosas horas abarrotadas de esperanza, angustia, desesperación y fluidos corporales; ahora puedo sentir la fresca brisa que siempre lograba encontrar su camino por entre el marco podrido que pretendía de alguna manera estar sosteniendo la ventana, la cual me brindaba una hermosa vista de la calle Ayacucho; el mismo vidrio que nos separaba de lo desconocido, lo invisto, lo inesperado.

Desde aquel día, un cuatro de Julio a las 8:47 am, el habitual encuentro de nuestros ojos habría de ser prontamente acompañado por constantes acercamientos de su parte. Apenas un solo segundo de contacto visual bastaba para presagiar su esencia penetrando mis narinas. Las brasas comenzaban a asar el alimento del paraíso, mi manÔ privado; mi macerado corazón amante.

Y el amor continuaba creciendo porcentualmente…

En esos tĆ­midos comienzos, sus acercamientos ocurrĆ­an no sin cierto desdĆ©n; semejante actitud seguramente apuntaba a aumentar mi verdadera atención masculina y reacciones fĆ­sicas… pero mi virgen trovadoresca, siendo perspicaz y de espĆ­ritu casto, se dio cuenta rĆ”pidamente de que mi amor no tenia necesidad de tales trucos baratos para crecer y expandirse: ya estaba completo y en su apogeo; un macerado corazón asĆ”ndose sobre las brasas del anhelo y la pasión.

Hola fue la primer palabra que inauguro nuestro Génesis personal, el sonido que desgarró el engañador velo que mantenía separados a los amantes, como el malvado y envidioso día intentando derretir el amor caballeresco. Soy tu TristÔn.

En el comienzo fue la Palabra, y la Palabra fue Hola.

Luego del inicial reconocimiento vocal, la luz encontró su camino y su nombre explotó en mi boca. Ella pareció sorprendida con mis dones de adivino; sí admito haberme aprovechado de su ignorancia y el jamÔs revelar mi secreto. Tampoco lo revelaré ante ustedes.

Una vez que el primer paso hubo sido dado, infinitas variaciones bajo variadas formas siguieron a la salutación primaria: ¿Cómo estÔs? Genial, ¿y vos? Yo muy bien, lo pasé bÔrbaro y el clÔsico Preferiría comer esas mollejas bien cocidas, porque sino voy a tener una diarrea de la puta madre.

Y el amor continuaba creciendo porcentualmente…

El tiempo transcurrió dulce y suavemente, dejando un sabor de azúcar blanca en mi boca, y pronto descubrí (no sin algo de sorpresa) que ella afectuosamente respondía a todas mis demandas con una sonrisa que parecía estar tatuada sobre su rostro; tal era su luminosidad, que podría haber iluminado a todas las galaxias del cielo.

Nuestra conexión evolucionó en un alfabeto despalabrado: todo era dicho, sugerido y callado a través de nuestros mismos ojos.

Si sucedía que cierto día yo estaba de humor para un café, ella siempre se las arreglaba para conseguirlo tal como me ha gustado desde que era un niño de dos años (luego descubrí cómo lo hizo): casi hirviendo, con tres cucharadas de crema batida y tres terrones de azúcar marrón de caña. Si mi estómago no estaba listo para una ingestión Ôcida, ella me traería un vaso con agua. Si las mollejas no habían sido aceptados adecuadamente por mis intestinos, un par de pastillas de carbón me estarían esperando sobre la mesa luego de una interminable y sudorosa visita a los lavabos; y si el llamado interno había sido de una naturaleza extrema, ella me pasaría un vestuario de repuesto para luego limpiar el desastre barroso con nada mÔs que amor en sus manos.

Y el amor continuaba creciendo porcentualmente…

Croissants? No necesitaba siquiera pedirlas. Lo Ćŗnico que tenia que hacer era prefigurarlas en mi boca para que ella, como una Casandra rioplatense, me sorprendiese al instante portando una caramelizada y tostada delicia, o dos, o cinco, dependiendo de cuan hambriento ella me sabĆ­a.

Podría decir que incluso los matutinos impresos me llegaban a través de sus manos con un cierto aroma a pasión en sus movimientos; todas las noticias olían a ella, incluso la mera lectura de asesinatos y declaraciones de políticos inspiraban asombro y calidez en mi corazón, porque su toque había sido dejado en aquellas hojas.

Y el amor continuaba creciendo porcentualmente…

Un día fui bendecido por un leve rozamiento de sus manos, y su aspereza pronto me incumbió también: Es porque siempre tengo que lavar tantos platos fue su tímida excusa antes de volar a lo lejos como una mariposilla, dejando un indicio de quizÔ un vago acento norteño, probablemente como aquel oído en Santiago del Estero, Argentina.

Indignado por el daƱo hecho a semejante representación del arte divino, me embarquĆ© prontamente para remediar esa innoble y despreciable blasfemia epidĆ©rmica; comprĆ© el mejor lavaplatos disponible, el cual, dicho sea de paso, me limpiĆ© mi ya bulĆ­mica cuenta bancaria, junto a cinco mil litros de una efectiva crema humectante. Si aquellas eran las manos destinadas a acariciar y achuchar a mis futuros herederos, tendrĆ”n que estar impecables y perfectas – inmaculadas como la gran madre en la cual algĆŗn dĆ­a la transformarĆ©.

Las brasas ya me estaban quemando y el macerado corazón pasionalmente cocinado.

Un día, la descubrí admirando un espléndido auto que estaba pasando exactamente por la misma esquina que ambos ya sentíamos como nuestro hogar. El rugir del motor interrumpió nuestra chÔchara diaria cuyo epicentro era el caprichoso clima que nos escupía inclementemente. Su expresión facial cambió apenas un poquito (mas notable) ante la vista de aquella obra maestra rodada, y también percibí un pequeño suspiro.

Aquellas fueron todas las señales e inspiraciones que necesité para, lleno de amor y deseoso de hacerla feliz sin ahorrar medio alguno, invertir los ahorros que mis padres habían obtenido durante toda una vida de sudor y lÔgrimas. Si el todopoderoso creador no ahorró en suntuosos detalles cuando prefiguró el Jardín del Edén, ¿por qué habría yo de refrenar esfuerzo alguno cuando se trataba de la carroza que supuestamente iba a prevenir la erosión de los pies de mi amada sobre el pavimento? [2]

Y el amor continuaba creciendo porcentualmente…

El plan era bastante simple: esa misma Ferrari que aquella tarde arrancó un suspiro de su boca, la esperaría sorpresivamente en el garage de esa casa soñada bajo la bendiciente sombra de algún Ôrbol colorado durante una de las sudorosas y sedientas siestas que solía tomar cuando supo ser una pequeña doncella provincial; la mansión con la cual soñó estÔ ubicada en las barrancas de Alvear, con vista al río, mucamas varias, dos cocineros, un mayordomo britÔnico (de Kent para ser exactos), y un Setter irlandés de pelo cobrizo que demostrarÔ ser un buen y leal amigo, ideal para los bebés que aguardan en el porvenir; un perro que estarÔ saltando y esperÔndola junto a un precioso petiso rosado, su fantasía mÔs íntima durante sus días como niña pre-menstrual.

El único hijo de puta que me hizo las cosas un poquito mÔs complicadas de lo esperado fue un empleado bancario que, debido a cierta falta de generosa caballerosidad y una notable ignorancia en lo que al amor se refiere, tuvo que morir para que yo pudiera sacar el dinero de la cuenta de mis padres para así poder hacer a mi musa feliz, por siempre jamÔs.

Si el precio a pagar por mi amor son estos cien años en aislamiento que me estÔn esperando ansiosamente, enfrentaré absolutamente esa fortuna de hierro con arrojo y coraje. Mi corazón tiene una sola dueña; me aseguran continuamente que mi culo, tendrÔ muchos mÔs.

Si la cƔrcel es mi purgatorio personal, morarƩ allƭ con nada mƔs que un grito enterrado en mi pecho:

Amigos míos, ”me enamoré de una mesera!

 [1] La versión incensurada expande el texto de este modo: Puedo sentir la textura y calidez de la mantecosa croissant a medida que sube por mi ano y arrastra cualquier rastro desperdicial hacia el origen, como un viaje por el tiempo y el espacio, representando el anhelo masculino de reingresar en aquel seno acuoso que alguna vez fue nuestro hogar. La ulterior remembranza de la postrera croissant recalentada danzando en mi interior excita vorazmente mi apetito. El lector comprenderÔ fÔcilmente por qué dejamos a tal pÔrrafo fuera de la edición actual del texto. Si no puede darse cuenta de la razón, por favor, vaya y métase una croissant en su ano.

[2] Nada que comentar por aquĆ­.

 

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