Un soleado día como hoy (1), mas con un ligero desparramo de nubes, en el distante y bello pueblo de Nueva Palmira, el celebrado escritor, humanista, compositor, pianista (que solamente tocaba con su mano izquierda a pesar de disfrutar de la presencia de su derecha también, pero únicamente cuando era inducido por el amargor que varias copas de Espinillar pueden brindar), pintor, amante de la pesca con mosca, apático besador y detective privado, Radamés Washington «π» Funes Da Silva, quien también en ocasiones era simplemente llamado 3.14, murió de un grave, pero muy grave accidente.
El lector bien podrá cuestionar la falta de tacto al llamar a semejante prodigio de la naturaleza con un mero número; ¿por qué apenas 3.14?
La razón, como muchas veces sucede en la vida, es bastante simple, y su origen se lo debemos a un intento inocente (y fallido), forjado y salivado por un finado y humilde profesor de matemática, quien por casualidad (o no) se topó con nuestro genio en los confines de la barra que esencializaba a la pulpería local; en efecto, tanto la razón como el origen serían a la sazón causas mortales. Quizá con un dejo de modestia, además de labrando espacio para su amor por los números y los cálculos, Romualdo Giménez Ascasubi recibió a nuestro recordado polímata con una salutación bombástica:
“¿Cómo está mi admirado Radamés Washington 3.1415926535 8979323846 2643383279 5028841971 6939937510 5820974944 5923078164 0628620899 8628034825 3421170679 8214808651 3282306647 0938446095 5058223172 5359408128 4811174502 8410270193 8521105559 6446229489 5493038196 4428810975 6659334461 2847564823 3786783165 2712019091 4564856692 3460348610 4543266482 1339360726 0249141273 7245870066 0631558817 4881520920 9628292540 9171536436 7892590360 0113305305 4882046652 1384146951 9415116094 3305727036 5759591953 0921861173 8193261179 3105118548 0744623799 6274956735 1885752724 8912279381 8301194912 9833673362 4406566430 8602139494 6395224737 1907021798 6094370277 0539217176 2931767523 8467481846 7669405132 0005681271 4526356082 7785771342 7577896091 7363717872 1468440901 2249534301 4654958537 1050792279 6892589235 4201995611 2129021960 8640344181 5981362977 4771309960 5187072113 4999999837 2978049951 0597317328 1609631859 5024459455 3469083026 4252230825 3344685035 2619311881 7101000313 7838752886 5875332083 8142061717 7669147303 5982534904 2875546873 1159562863 8823537875 9375195778 1857780532 1712268066 1300192787 6611195909 2164201989 3809525720 1065485863 2788659361 5338182796 8230301952 0353018529 6899577362 2599413891 2497217752 8347913151 5574857242 4541506959…..»
Por supuesto, una vez que el salutador Romualdo Giménez Ascasubi hubo arribado a ese fatal número, el postrero 9, Radamés Washington «π» Funes Da Silva había ya dejado la pulpería unos cincuenta y siete días, ochenta y nueve horas, y siete mil seiscientos treinta y seis segundos antes de que el finado profesor pudiera haber finalmente terminado su calculador y extraordinario recital numérico, y con el, su propia vida (*).
Vale la pena remarcar que «π» o 3.14 no dejó el lugar debido a falta de cortesía o dureza en el oir; es más que seguro que unos minutos antes de comenzada la bombástica salutación calculera, don Radamés Washington «π» Funes Da Silva se había zampado unos picantes chivitos, que luego patinaron a través de su castigado sistema digestivo para finalmente inspirar unos intestinos trompetazos anunciando la inevitable, destructora y estruendosa acción evacuatoria. La pulpería apenas poseía un precario baño cuyo indecente centro era una putrefacta letrina infectada de famélicos gusanos; dada las preferencias sentadoras de nuestro héroe (algunos envidiosos enemigos solían llamarlo El Rey del Cago), siempre elegía ejercitar sus propias tripas en los confines de un ambiente cuya sanidad y comodidad sentadera fuese celestial; una atmósfera de seguridad (2) que sólo los lujosos baños que poblaban su finca privada podían ofrecer. Era unicamente debido a esta razón que nuestro recordado hombre nunca solía abandonar las cercanías de su regio campo por más de un par de semanas como mucho; había fortalecido de tal forma el grupo muscular llamado Sphincter ani externus -quizá llevándolo a un punto de arte sublime-, que no solamente era capaz de contener incluso el más desafiante de los llamados (excepto quizá por los alimentos picantes, los cuales intentaba evitar religiosamente), mas realizar increíbles hazañas con su propio ano: destapar botellas de cerveza, romper nueces, moldear cerámica y demases; en una ocasión, durante una clase de física, un profesor dijo, parafraseando a Arquímedes: “Dame el ano de Radamés, y moveré el mundo.” (2bis)
Además de sus excéntricas rutinas bañísticas, don Radamés Washington «π» Funes Da Silva era un hombre de una memoria increíble, siendo el primer ser humano indocumentado capaz de alcanzar 2.8 trillones de dígitos luego del común 3.14 – o números π-, llevando a cabo semejante hazaña sin siquiera escribir un mísero número. Pero no era suficiente; habiendo logrado semejante hazaña a sus tiernos siete octubres, algo dentro de su ser, algo que no podía ser evacuado, una idea de quizá poder alcanzar el numérico fin, lo atormentaba silenciosamente desde aquel desdichado día primaveral.
Siempre consideró a Sócrates como el Hombre ejemplar; fue su inspiración junto a cada bocanada de aire que respiró luego de encontar un tomo dejado al azar (o quizá a él mismo) a unos metros de la entrada a la pulpería que, un tiempo después, sería testigo de una bombástica salutación matemática, tomo firmado por un tal Platón. Luego de masticar una y otra vez el lema socrático γνῶθι σεαυτόν o Gnothi Seauton por un largo tiempo, es decir, hasta que ni siquiera quedara una n, masticada hasta ser nada más que polvo, decidió que alguien que ignoraba su propio nombre completo, no era realmente capaz de comenzar el viaje de conocerse a uno mismo. Esta sed de conocimiento lo indujo a un frenético estudio de su propia escrita naturaleza denominativa; mas supo (verdad enseguida enmascarada por su codicia, la codicia que todo disfraza y oculta), antes de siquiera embarcarse en semejante búsqueda, que estaba condenado desde el comienzo: su propio nombre era infinito y eterno, tal como lo es el universo, como el Dios con sus 99 rostros. Alguna vez escribió:
“Si hubiese tenido la chance de poder abarcar completamente a mi nombre, conocerme acabadamente, podría haberme convertido en aquel hombre ejemplar; Uno que trasciende las vastidades arquetípicas de los conjuros matemáticos; Uno que se habría vuelto Dios mismo, así dominando y representando sus 99 formas y absorbido la vibración del centésimo nombre secreto.”
Esta búsqueda horrible e infructuosa, junto a las increíbles viscisitudes sufridas por él debido a sus preferencias lavatoriales, le dejaron poquísimo tiempo para otras actividades más mundanas; sin embargo, también será recordado como un fiel y eterno amigo de Abu Kasem, además de ser un estimado colaborador que ayudó a que el Opus Magnum del Avaro Perfumista se manifestara en esta existencia física.
Los postreros números divinos prefigurados y calculados por su mente única, fueron (y son) 7 8 6.
Tal compromiso con el lema socrático, junto a una insaciable sed de conocimiento, lo llevó a un viaje que, como bien supo al comienzo, era amenazante y probablemente mortal; la perspectiva de soportar varias semanas, meses quizá, sin poder alivianarse a sí mismo de un equipaje innecesario, era, por lo menos, desafiante, si no demencial. Fueron unos rumores que lo llevaron hacia el desierto de Atacama, esa vastidad donde nada reina más que la monótona arena, y en donde aquello que se atreve a existir, está condenado a luchar por la supervivencia. Radamés estaba convencido de que en esas mortales vastidades arenosas yacía la clave destinada a ser encontrada; una llave para destrabar el misterio de su nombre interminable que le brindaría un pasaje a la inmortalidad.
Su objetivo (y desafío) era, desde el comienzo de la expedición, ingerir las mínimas porciones de alimento y beber solamente las necesarias raciones de agua con el objeto de no despertar a unos intestinos que de a poco e inevitablemente, comenzaban a abarrotarse. Luego de tres meses infernales de apenas miccionar y perinear constantemente, de haber perdido a tres de sus compañeros y devorado sus caballos en dosis homeopáticas, finalmente comprendió, o quizá el destino lo forzó a entender, que estaba equivocado: “El final de aquello que es infinito, no puede alcanzarse, mas experienciados a través de la existencia terrenal. Vive tu preciosa vida hombre, y vete a casa antes de que exploten tus tripas!”.
Tales sabias palabras, pronunciadas por un derviche errante, fueron decisivas; sin haber perdido ni un solitario kilo de peso, mas ganando en cambio varios kilos de desperdicio, al principio intentó montar a su preciosa yegua criolla plateada; no solamente ella era incapaz de tolerar semejante cantidad de equipaje extra, mas 3.14 era incapaz de siquiera levantar su propio peso. Luego de recurrir a la piadosa intuición del animal, quien se agachó a la manera camellera, Radamés estaba finalmente listo para volver a iniciar, una vez más, su postergado romance con el sagrado retrete grial. El viaje de regreso fue más lento de lo esperado, y el constante mas doloroso galope terminó por ser fatal para su misión retentoria: el problema ya había comenzado a derramarse, y nuestro desdichado héroe sufría no solamente un sistema intestinal colapsadamente abarrotado, sino que además los excrementos habían invadido el hígado, el bazo, y estaban planeando tomar el páncreas. Su cuerpo era ya un tablero para un TEG de mierda.
Luego de tormentosas viscisitudes experienciadas durante un viaje que duró (y se ablandó) generosas semanas, solo fue su espíritu el que se fortaleció con la fragante presencia de eucaliptos en el aire; su cuerpo ya estaba rebosante y a punto de explotar en heces. La preciosa yegua lo abandonó (rendida) a un puñado de kilómetros de su hogar; caminando, exhausto y cargando el doble de su peso habitual, su corazón tocó por última vez su ritmo, el cual justo ocurrió momentos después de que sus pulmones fueran inundados por su propio excremento, acumulado a lo largo de meses de retener su descarga posterior durante un imposible viaje expeditorio.
Mientras su febril mente continuaba calculando y descubriendo el postrero 6, con un infamiliar gusto que invadía su lengua y el reflejo de su trono porcelanal en sus ojos, Radamés Washington «π» Funes Da Silva, expiró.
Su influencia pudo haber alcanzado las costas del mismísimo Jorge Luis Borges, inspirándolo en la composición de su cuento Funes el Memorioso.
Además, hace cuatrocientos cincuenta años, treinta y cuatro meses, quince horas y diecinueve segundos, en la francesa región de Lorena, llovió.
(1) Se cree que el anteriormente mencionado día fue el primero del octavo mes de 1876. (Ed)
(*) Hipotermina, falta de oxígeno, ahogamiento en saliva propia, inanición, aburrimiento, son algunas de las numerosas posibilidades consideradas por la policía local en lo que se refiere a la causa de muerte. En algunas regiones del departamento de Colonia del Sacramento, aun se debate si la recitación se detuvo debido a la inevitable muerte, o lo hizo debido a que ignoraba los números que continuaban, y luego expiró debido a razones que eventualmente deberán ser explicadas si es que tal posibilidad es confirmada.
(2) Una vez él cabalgó su yegua a través de las vastas planicies de la Patagonia, llegando a un Buenos Aires Rocoso para atravesar el Río Plateado en una precaria balsa, durante interminables cuarenta y cuatro días, solamente para sentarse en su trono porcelanal. Los increíbles rasgos de sus lavabos, junto a sus exquisitos niveles de higiene, fueron los que forjaron el dicho charrúa: “estaba tan limpio, que podías comer del mismo inodoro”.
(2 bis) Una vez confrontado con este modesto ejercicio recordatorio en forma de efemérides, el famoso psiquiatra argentino Daniel Scianneus, conjeturó que nuestro héroe pudo haber sufrido de ciertos problemas de apego, causándole tal extrema preferencia, seguramente originados en un abandono filial, bien por parte de la madre, o por parte del padre, o de ambos, simultáneamente o no; también imagina que si 3.14 hubiese alguna vez escrito una autobiografía, en ella, habría confesado que, para él, el mismo acto de defecar tenía un significado metafórico: el dar nacimiento a una nueva forma de vida, cambiada, transformada, transmutada, que, eventualmente, alimentaría a otro ser, en un interminable banquete.
OM